martes, 28 de octubre de 2014

Viajes (III) - Berlín o la reconstrucción permanente

Foto: Nora Spatola (2013). Berlín-Mitte
Desde un balcón del número 5 de la Haberlandstraße, una pequeña calle del barrio de Schöneberg, pende una tela con la inscripción E=mc². En la vereda, una placa recuerda que ahí estuvo el departamento en el que vivió Einstein antes de que tuviese que abandonar Alemania. Ese es el lugar. El edificio es otro.
En el este, en medio de un enorme parque se levanta el Memorial de Treptow, que recuerda a los soldados soviéticos caídos en la lucha contra el nazismo. Su mármol rojo antes revistió las paredes de la cancillería del Reich, que fue parcialmente destruida durante los bombardeos aliados en la segunda guerra mundial y fue definitivamente demolida durante la ocupación soviética. Donde estuvo la cancillería ahora hay un estacionamiento y una especie de patio debajo del cual se encontraba el Führerbunker, el lugar donde se refugió Hitler antes de suicidarse en 1945 ante la inminente la caída de Berlín.
En pleno centro, frente al imponente Domo, se realizan las obras de lo que será el Castillo de los Reyes de Prusia. Ya no hay monarquía ni Prusia pero alguna vez allí sí hubo reyes y un castillo que también fue destruido durante la guerra. En su lugar, la República Democrática Alemana erigió el Palacio de la República, que fue demolido luego de la reunificación. Ahora se ha decidido reconstruir el antiguo castillo real. O, más precisamente, construir uno similar en el mismo lugar.
En la East Side Gallery, frente al río Spree y junto al Oberbaumbrücke, uno de los puentes más antiguos de la ciudad, se puede ver el fragmento más extenso que queda del muro que durante casi tres décadas no sólo dividió la ciudad a la mitad sino que también rodeó Berlín Occidental. Hoy, cubierto por murales y graffiti es una galería a cielo abierto.
Sin una imagen tan definida y cautivadora como la que pueden ostentar París o Roma, Berlín se ha convertido en una ciudad muy cosmopolita. Sometida constantemente a los avatares de su historia —las guerras imperiales, el nazismo, los bombardeos, la ocupación, la división, la guerra fría y la reunificación—, puede parecer que nunca termina de encontrar su forma; pero tal vez esa sea su forma: la variación, el cambio permanente.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Viajes (II) - Roma miente eternidad

Foto: Nora Spatola (2014). Coliseo, Roma
Si hay una ciudad en la tierra que puede mentir eternidad es Roma. Una ciudad que conserva edificios construidos hace unos dos mil años —el Coliseo, el Foro, el Panteón— puede justificar el lugar común de ser llamada eterna. Lo mismo podría decirse del otro lugar común que la define como un museo a cielo abierto, si a todo ello sumamos el Castel Sant'Angelo, la Ciudad del Vaticano y las esculturas de Bernini, por sólo citar unas pocas cosas. Pero un museo es más una colección de lo que sucedió que de lo que sucede. Eso pasa con Roma, tanta historia produce una extraordinaria sensación de vértigo, pero también la sensación de que ahí ya nada nuevo puede ocurrir.
En su eternidad todo convive: fragmentos de acueductos de la antigüedad con iglesias barrocas y edificios fascistas; jóvenes pudientes y arrogantes con mendigos que permanecen arrodillados de cara al piso durante horas; anacrónicos agentes de tránsito de impecables guantes blancos con inmigrantes africanos vendiendo bijouterie. Todo parece superponerse de forma caótica y a la vez muy colorida. De lo más entrañable, el distrito de Trastevere, donde abundan las calles sin salida, invita a sentarse en una trattoria de manteles cuadriculados a comer un plato de pasta regado con vino y rematado por un diminuto y concentradísimo espresso.
En más de un sentido estar en Roma es, para un porteño, un poco como estar en Buenos Aires: tránsito caótico, calles sucias, transporte público ineficiente y gente que habla en voz alta y gesticula copiosamente. Puede decirse que los porteños somos italianos que viven en Buenos Aires y hablan en español.
El río Tíber, que bien podría ser a Roma lo que el Sena es a París, cruza la ciudad, pero es casi como si no estuviera. Poca gente camina por sus muelles. Atravesado por algunos puentes antiguos y hermosos, incluido el llamado Ponte Rotto, que es la ruina del antiquísimo Ponte Emilio, su estado de abandono nos recuerda lejanamente a nuestros dos ríos ignorados, que nos avergüenzan por lo que son, o por lo que podrían ser y no son.
Con mucho más pasado que presente, sin Fellini, sin Marcello, sin Anita en la Fontana, Roma, mintiendo eternidad, sigue siendo una ciudad fascinante.

lunes, 20 de octubre de 2014

Viajes (I) - Volver a París

Foto: Nora Spatola (2014). Rue Berton, París
Borges decía que releer es más importante que leer, sólo que para releer primero hay que leer. Extrapolando esa frase podría decirse que mejor que ir a París es volver a París.
Sucede que, la primera vez, París deslumbra por el peso de la historia, del Louvre, de Notre Dame y de la Tour Eiffel; pero tanto peso puede abrumar y convertirla en algo un poco distante y ajeno, si bien es cierto que, según las circunstancias y la duración del viaje, uno puede llegar a escapar del (de acuerdo a los consejos de los viajeros exprés y las agencias de turismo) circuito obligado y descubrir uno de los tantos rincones, como la Rue Berton, el Village Saint-Paul o el Passage Véro-Dodat, que constituyen su otra cara, la cara más íntima.
Aún así, es probable que toda esa experiencia recién comience a tomar una real dimensión al ser evocada tiempo después, cuando reaparecerán, de a poco, las imágenes de esos lugares que, a lo mejor, descubrimos por casualidad y que llegamos a sentir como propios, como si nadie los hubiese visto nunca. Entonces comenzará a crecer insistentemente el deseo de volver, de sumergirse nuevamente, ahora con más detenimiento, en la ciudad, que la segunda vez resultará menos ajena. 
Si llega esa segunda vez, seguramente uno volverá a buscar esos rincones y esperará sorprenderse con otros de los tantos similares, sin miedo a perderse o, más precisamente, con el deseo de perderse y de sentarse a tomar un lento café en esos bares de mesitas redondas que, deliberadamente, miran a la calle; de bajar a uno de los muelles del Sena y descorchar un buen tinto para saborearlo mientras espera a que baje el sol y comience la diaria metamorfosis parisina, porque París, de noche, es otra ciudad; de deambular por el laberinto del Quartier Latin y llegar hasta el Cour du Commerce Saint-André o la Rue Mouffetard, pedir una pinta y sentirse un poco parisino. Eso sí, entonces ya no habrá camino de vuelta; o, mejor dicho, sólo quedará buscar cuál será el camino de vuelta, cómo habrá que hacer para, una vez terminado ese viaje, volver a París