domingo, 31 de marzo de 2013

Nobleza obliga (ex Postal 6: Lustrador)

El parcialmente innoble oficio de los lustradores de zapatos en la India tiene una tradición inmemorial. Por generaciones, ya segmentada de la casta de los parias, pero a la par en pobreza y sacrificio de la de los asesinos marwaries, la casta de los lustradores ha nutrido el cuero de los zapatos y sandalias de locales y extranjeros en su pasaje por el subcontinente. 

Se dice que los grandes maestros del oficio son dueños  de un arte que permite la restitución, a través de polvos y cremas, de cualquier tipo de piel curtida o no. Se dice por ello que guardan el secreto de la eterna juventud. Es indudable, a través del registro de viajeros del siglo XVII que no emplean sobre sí mismos esos pigmentos y cremas y que huelen muy mal. Soy de la idea de que son inmortales, pero no individualmente, sino como colectivo.

En el siglo III antes de Cristo, el único que estuvo a la altura de Diógenes el cínico al dirigirle la palabra a Alejandro Magno  fue un lustrador. En el siglo XIII durante la invasión musulmana, que dejaría como saldo una tradición conservadora y ese gran monumento a la incapacidad de amar que es el Taj Mahal, el sultán Mamluk ordenó a todos los poetas de Rajasthan que se convirtieran al Islam, se dedicaran a  sacar brillo a zapatos o se perdieran en el desierto. Las protestas del gremio de los lustradores de zapatos fueron tan violentas, su inacción tan fatal para los fines del imperio Mughal  (no sólo zapatos restauraban sino también arreos) que Mamluk tuvo que elegir entre suspender su predica evangelizadora o sacrificar su campaña en el este de Bengal. Los lustradores se creían poetas ya sin necesidad del uso de la palabra.

Y yo estaba escribiendo felizmente sobre el talento de los lustradores de zapatos en la India, de cómo lo atrapaban a uno como arenas movedizas, o con su canto de sirenas de "lustrada por 5 rupias", de con qué maestría sacaban los cordones y mezclaban polvitos hasta lograr el color exacto del calzado del cliente y muchas otras loas a los ejecutores de este oficio miserable, cuando cometí el error de leer una parte del borrador de mi postal a Tere, la muy leída madre de Moira P.  

La observación fue inmediata: Pero esto es igual a un relato breve de Cortazar. No puede ser (dije yo) me hubiera dado cuenta, tan senil no estoy. ¿En dónde está publicada? Bueno, acaba de salir. Resulta que Cortazar tenía un baúl con borradores, un poco como el de Pessoa, en el cual se encontraron toda clase de textos inéditos. Entre ellos un cuaderno de notas de su viaje a India. ¿Tan parecido será? Ahí te lo busco así lo lees. Y ahi nomás lo leí. Y sí, era idéntico: mismas observaciones, misma situación, misma evolución emocional y reflexiva. Me ganó de mano por treinta años y casi publico antes que él. La única diferencia era la locación, Cortazar elige el Conaught Circle E y yo la Old Delhi Station.

Me sentí muy feliz de encontrarme con Cortazar de este lado de la pluma. Eso sí, no tuve el coraje de terminar mi postal. 

Nobleza obliga, Shine, shine, shoe-shine boy es mucho mejor de lo que yo había hecho.

sábado, 23 de marzo de 2013

Postal 5: Casa de juegos

Entonces el croupier perdió la compostura no pudiendo ocultar ya su cara de asco.  Llevábamos tres horas fumando y bebiendo. Pero la noche había empezado temprano por la mañana y después de tres catas sistemáticas, dos almuerzos y una cena liviana con cava y cerveza, el whisky se había presentado no como la mejor, sino como la única opción. 

Una mesa de Black Jack y cinco Chivas 18 años! dijo el Doctor Taylor al atravesar la sala del casino seguido de otros cuatro notables: Máximo Folle, Lucho Arregui, Francisco Toro y el filósofo (que por hacer de narrador, se guarda en el inútil anonimato). Todos  estábamos al borde de la combustión espontánea, rodeados de una nube sutil y apenas perceptible que transformaba las humildes e higiénicas salas del casino simultáneamente en un vip de  Montecarlo y una casa de juegos barriobajera a orillas del Maldonado en los años 20. Todo era rojo, negro, madera,  rosa  y blanco iluminado de amarillo y humo. Quién hubiera dicho que nos iríamos llevando de tres a cinco veces el dinero con el que entraron a jugar.

Las cosas eran simples desde el punto de vista teórico, cinco contra uno jugando en equipos y con las reglas usuales del 21 rigiendo sobre la casa (pide con 16, con 17 se planta, blackjack paga 1.5). Desde el punto de vista práctico, las miradas turbias no contribuían demasiado ni auguraban un uso lúcido de las operaciones aritméticas más elementales. Nos estaban limpiando a velocidad uniforme a todos excepto a Máximo. Era su primer juego y en cinco manos había clavado tres blackjacks, momento en el cual el experimentado jefe de sala decidió cambiar la croupier pelirroja , oriunda de Villa Pueyrredon,  por su par mendocino, parco y más juicioso, quien nos haría perder más lentamente y evitaría rachas inverosímiles como la del loco máximo.

El jefe de la sala sólo volvería a la mesa  dos veces más esa noche: la primera para invitarnos una vuelta de whisky; la segunda con toallas en la mano, tratando de subsanar la inocultable cara de asco que nosotros no teníamos por qué ocultar.

Risas, en esencia de eso se trató todo bajo el aluvión.

Máximo había quintuplicado su capital inicial y estaba ofreciendo un curriculum vitae a una de las camareras de la sala, yo acomodaba mis fichas, el semiadolescente que había dejado de serlo hace quince minutos e inauguraba su temporada de juegos de azar antes de sacarse los brackets o necesitar una afeitada se rascaba la oreja hinchado de un orgullo incongruente por ser aceptado en nuestra mesa, el Dr. y Francisco esperaban cartas y ahí nomás, fuera de todo pronóstico, Lucho se puso azul, violeta y gris tormenta y tronó y relampagueó y barrió la mesa con un temporal de agua y risa. Cómo pudo atravesar la mesa, empapar por igual a escobitas, camareras, tahures, paño, cartas y personal civil es un misterio. Sólo alcanzó a decir, perdon, es agua nomás a mandibula batiente y entre carcajadas.

Entonces el croupier perdió la compostura no pudiendo ocultar ya su cara de asco.  Nunca en diez años de trabajo lo habían mojado así. Bautismo fruto del azar, igualándonos a todos, redimiéndonos   jugadores, marcó el punto de quiebre de la banca. A partir de ese momento y una vez desanegada la mesa, no paramos de ganar.

Al salir ya era casi de día aunque el amanecer  se ocultaba en la llovizna. Felices, incapaces de seguir  un rumbo en línea recta, volvimos al hotel agradeciendo el milagro de la noche a Francisco I, el primer Papa argentino.